Estábamos sentados juntos, como hace tiempo no hacíamos.
Yo vestía de negro, él llevaba un suéter de lana verde, el que yo le había regalado en Navidad.
Hablábamos de cosas sin importancia, de cómo me iba en la escuela, de cómo le iba en el trabajo.
Siempre habíamos sido tan opuestos e incomplementarios.
Él solía decir eso y yo siempre le respondía que esa ni siquiera era una palabra.
Hablamos hasta que nuestros dedos se congelaron por el frío al igual que nuestras palabras.
Intentamos que funcionara, de verdad lo intentamos.
Pero ambos sabíamos de antemano que ya no había nada.
Era hora de partir. Él se acercó y me dio un beso en la mejilla.
"Hasta luego" susurró. "Hasta nunca" le corregí.
Él me miró como si le hubiera dolido, pero fue más por cortesía.
Después asintió, finalmente lo había entendido, no funcionábamos.
Fue hasta que se marchó que todo colisionó, no de la forma en que explota y no hay más que pedazos, sino en la forma en la que duele el pecho y no hay nada que decir, ni bueno ni malo.